#EnMisTiempos por Arturo J. Flores
Las razones por las que lo tuve son como el lugar de la Mancha de donde provenía el Quijote: no quiero acordarme.
Pero por primera vez en cuatro décadas –por lo menos con tanta intensidad– los padecí. Igual que Mark Renton instalado en el síndrome de abstinencia, me recogí en posición fetal a esperar que pasara. El techo parecía venirse encima. El hormigueo en las extremidades que no cesaba. Al pecho le costaba levantarse para continuar con el ritmo de la respiración.
Entiendo que para muchos desgraciados habitantes de la posmodernidad, los ataques de ansiedad son ya cosa de todos los días. A desbarrancarse a semejante precipicio los orilló el estrés, la soledad y la desesperanza. Baia, baia, dirían ustedes Recuerdo lo que Benny Rotten vomita en el coro de Enfermos de la depresión: “Es que mi cerebro no me quiere escuchar”.
Justo eso es lo que dicen que se siente y lo que recuerdo que experimenté mientras aguardaba engarrotado a que Caronte me ayudara a cruzar de un lado al otro del infierno. La gente siempre te dirá que respires hondo y profundo, que te calmes. Pero ya lo estableció Bad Religion: “La ansiedad es un sentimiento que eres incapaz de contener”.
Habrá quien sostenga que exageras, que no es para tanto, que los verdaderos problemas los habrás de conocer cuando pintes canas. Pero es que así como Bruce Banner es incapaz de contener la aparición de Hulk, uno tampoco puede apretarse un botón que tapone la fuga de emociones por donde se cuela la sensación de que nos vamos a morir.
La ansiedad es el síntoma. No la enfermedad. De una realidad asfixiante que no presenta opciones. De una confluencia de generaciones que no se hayan a sí mismas. De individuos que radican en ciudades sobre pobladas, pero se sienten infinitamente solos. De la angustiosa posibilidad de que las cosas salgan mal o peor. De que el cielo se desplome encima de ti.
Dice la BBC en un artículo que una de cada 14 personas experimentan el infierno de la ansiedad aunque sea una vez en la vida.
Que no existe cura conocida.
Y que tampoco nadie se ha muerto de ello.
Sin embargo, el ataque sí puede derivar en un padecimiento mucho más grave que, en efecto, acabe con la vida.
Hay que comprender que quien lo sufre, no o hace para llamar la atención. Que si pudiera pasar de ellos –igual que Cristo sugiriendo a su padre que le aparte dela boca el cáliz–, seguramente lo haría.
Prácticamente muchos de mis amigos millennials los padecen. Se cree que en por vivir esclavizados a los designios de su teléfono. Al principio, me desconcertaba. El mundo moderno malmira a quienes se sienten mal. A los que la tristeza no los deja salir de la cama. Pero aprendí a poner en práctica las últimas palabras que Kurt Cobain escribió en su carta suicida: “paz, amor y empatía”. Hemos transformado este mundo en una hoguera por la que es muy complicado caminar descalzo. Los seres humanos se desploman de dolor y estrés como si se tratara de insectos a los que se roció con un gas tóxico.
Hace una semana me pasó.
Y cuando desperté del trance, tristemente, me di cuenta que el dinosaurio todavía estaba ahí.
Epílogo
Científicos del Reino Unido trabajaron en colaboración con el trío de música electrónica Marconi Union en la creación de este track, que se ha comprobado reduce los ataques de ansiedad en un 65%. De corazón, ojalá nunca tengas que tratar.