A menudo aseguramos que el rock es un fenómeno el cual se vio obligado a hacerle frente a la represión de un contexto sociocultural el cual, anquilosado de manera fija en los estándares más vigentes del conservadurismo, mostraba una resistencia sumamente fiera antes las innovaciones que venían gestándose de forma subterránea dentro de los albores de la juventud.
A pesar de que esto es estrictamente cierto, no cabe duda de que, a lo largo de la historia moderna de la humanidad, existieron escenarios específicos los cuales complejizaron de forma notable el surgimiento de esos ideales insurrectos que son consustanciales a la música popular. Leto, cinta dirigida por el mítico Kirill Serebrennikov, destaca como uno de los estamentos más potentes con respecto a este fenómeno.
Ambientada en el Leningrado de principios de los ochenta, Leto nos sumerge de forma plenamente intimista en los códigos y rasgos particulares de un movimiento cultural el cual se nutrió directamente de la música occidental más potente para reconfigurarla a través de las particularidades geopolíticas de un escenario el cual resulta especialmente intrigante.
El resultado es una producción la cual deja en claro esas energías primigéneas que hacen del rock un espectro invisible el cual se alimenta de los pormenores más viscerales de la condición humana para gestar puentes insólitos que, inclusive, son capaces de reconfigurar la historia “oficial” que rige nuestro mundo.
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