Será difícil encontrar en el futuro un autor que logre congregar un fervor como el que José Agustín posee gracias a su cuerpo literario, ahí donde el rock and roll funge como ánima rebelde que, perenne, vuelve cada uno de los textos trazados por el escritor en lumbrera que salva vidas a punta de palabras. Con su partida, se erige en el horizonte la figura contracultural por excelencia en México.
Debutó en 1964 con La tumba. Apenas contaba con 16 años de edad al momento de darle forma. A partir de entonces, hilaría un listado de libros al tiempo que se abriría campo lo mismo en el cine (5 de chocolate y 1 de fresa), la televisión, el periodismo (sus volúmenes de Tragicomedia mexicana así como el texto La contracultura en México se advierten puntuales) y el teatro (Abolición de la propiedad). Abanderó con cierto disgusto la denominada Literatura de la onda, puesto que de alguna manera ligaría su obra de por vida a los lectores jóvenes, quienes por décadas han visto en el “guerrerense de corazón” a un guía que a través de sus páginas se muestra lo mismo erudito que cómplice, arrojado que místico.
Discípulo de Juan José Arreola, camarada por igual de Rockdrigo que de Parménides García Saldaña, heredero beatnik forjado en las aulas de la UNAM y el CUEC, el de Ciudades desiertas cultivó diversos géneros literarios con solvencia, madurando un estilo palpable en obras del calibre de La nueva música clásica, Se está haciendo tarde (Final en laguna), Vida con mi viuda o El rock de la cárcel, por sólo citar unas pocas. El hombre se paseó por las costas de su mente enyerbada así como escapó de las ocres rejas de Lecumberri, firmando ideas sin distinguir si el lienzo era un diario prestigiado o el envoltorio de una torta callejera. Así, su impronta rebasaría nichos y categorías: de pronto José Agustín se volvería chido por antonomasia. Repasar sus textos es, a la fecha, detonante de risas y reflexiones. En ese roll (and rock), Agustín es ya el escritor eternamente joven de Mexico.
Macizo rocanrolero, recio bitlero y estoniano, Agustín trenzó literatura con periodismo y rock en un México imposible, haciendo explotar cerrojos custodiados por la policía de la buena consciencia. Su atrevimiento se asoma hoy día como inspiración para mantenerse despierto en un país donde, a la fecha, el uso de la inteligencia se castiga y la posibilidad de saberse libre se sepulta.
Hasta siempre, maestro.
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