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Alejandro Zambra: “La música es la forma perfecta de conocimiento”

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Ambulante 2024

Ser padre. Alejandro Zambra vive la experiencia desde hace poco más de un lustro, y lo ha hecho, según él mismo rubrica, a lo largo de cansados pero felices días. Sin embargo, a pesar de los agotadores menesteres propios de la crianza, ha encontrado espacio para seguir escribiendo, y su libro más reciente, Literatura infantil, va más allá de lo que su título obvia. “Es muy musical”, precisa el autor poniendo la mano sobre el texto. Y así la palabra música se queda orbitando el cráneo del chileno mientras habla, perdido entre las páginas de una librería de la colonia Condesa. “Es que la música es la forma perfecta de conocimiento, yo creo”, recalca luego, mientras salen al cuento algunos nombres. María Elena Walsh, Sting, Los Bunkers, The Beatles, entre otros. “Claro, me gusta el rock”, prosigue el escritor, sin dejar de servirse té.

Con los botones de la camisa desocupados hasta el pecho, la cabellera desordenada y la mirada haciendo foco en los estantes del local que le encierran, echando humo: así se encuentra el nacido en Santiago, suspirando al citar a su hijo, Silvestre, y también al hacer cuentas. “Tengo ya siete años viviendo en México”, avisa, considerando que, a diferencia del ámbito literario, los colegas músicos chilenos que habitan en la Ciudad de México (chilengos, se les denomina por ahí) conforman una comunidad migrante en la que exponentes consagrados y emergentes cruzan caminos sin lío alguno. En realidad alguien le ha avisado al de Facsímil que quien va entrevistarse con él viene de un medio musical, y por ello sus cavilaciones desvían la senda con frecuencia. “Estoy cambiando de tema porque tengo la música en la cabeza”, se disculpa de pronto el de Villa Portales para así confiar en quien pone la grabadora de voz sobre la mesa; “perdón por hablar tan mal. Haz que parezca que digo cosas que tienen sentido”, solicita cómplice.

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Alejandro Zambra / Literatura infantil / Anagrama, 2023

A Alejandro Zambra casi no se le hacen preguntas, sino que se le instiga a hablar, a soltarse. Y los resultados son extensos y elocuentes. El verbo del también autor de La vida privada de los árboles, Bonsái, Poeta chileno y otras obras donde, más allá de la novela, se cultiva la poesía, el ensayo y el cuento, fluye con naturalidad. Esos “tropiezos” suyos se advierten como excelentes pretextos para hacer notas al margen, apuntes que terminarán hallando ruta por sí mismos, mudándose al texto que Zambra hila dentro del marco. Aunque este acto sucederá después, una vez que el hombre se despida, hasta entonces los tópicos que formula acabarán abrazados. Algunos de ellos se apuntan a continuación, a modo de antojo para que el lector desacelere el ritmo de su scroll: respuestas terriblemente decepcionantes, heridas que sanan en silencio, presencia a la distancia, el divorcio entre literatura y gusto, los hombres que no lloran, hablar solo. Todo teniendo como detonante algo tan natural como misterioso: lo que significa despertar un día siendo padre.

Es sabido tu gusto por el rock, de hecho tienes amigos músicos. Me gustaría citar una letra de Los Tres, del tema “Antes”, para empezar a hablar de Literatura infantil: Antes yo era tu hijo, ahora…

… Ahora tú eres mi padre. Sí. Bueno, a veces la sensación que prevalece es la de haberte convertido en tu padre; en otras ocasiones más bien está la sensación de volver a ser hijo. Los parentescos son complejos. A veces te vuelven a doler cosas que ya habían dejado de doler. Si mataste al padre a los veinte y ya pasaron algunos años, qué sé yo, ves el mundo desde otro lugar. Pero luego, si tienes un hijo, empiezas a pensar la vida desde allí, y vuelves a trasladarte a la infancia. Es bien misterioso. He visto, sobre todo en amigas, que cuando tienen un hijo, conmovidas por las dificultades, por el cansancio mezclado con la fascinación, llaman a sus madres para decirles: oye, cualquier problema que hayamos tenido, olvídalo. ¿Recuerdas todo eso que yo te recriminaba? ¡Bórralo!

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Ya le hablaste a tu padre para decirle esto mismo.

No. Porque tenemos una relación muy cercana, a su manera de él. Alguna vez hubo un momento de distancia, pero no fue tanto. Él respetó mi discusión, siempre aceptó mi discusión. Y esto es algo que sólo en los últimos años le agradecí: me hizo saber que para él lo único grave era que no habláramos, que lo auténticamente grave sería que nos separara una distancia verdadera por más que yo tuviera esa sensación tan clásica de mi generación, la del padre dictador. Porque ese fue mi contexto, era natural hacer esa asociación desde un mundo machista. Pero a pesar de todo, siempre que hubo confrontación él precipitaba las reconciliaciones, buscaba puntos de contacto, hacía lo posible para que la curación de las heridas requiriera más palabras que silencio. Esto no siempre fue bien recibido por mí, pero al final determinó que no se perdiera el diálogo. Hay muchos padres e hijos que pasan años sin hablarse, eso nunca ocurrió con nosotros.

Él toleró que yo escribiera sobre él, o sobre alguien que podía ser él. Toleró ser ficcionalizado, con esa carga ambigua que cae sobre el posible referente. Porque yo no he estado hablando de él propiamente pero, en el fondo, cuando alguien se multiplica, recibe esa carga. Él me ha dicho que está escribiendo un libro que se llama Formas de perder a un hijo, desde que hice Formas de volver a casa. En realidad mi padre se volvió un abuelo presente a la distancia. Le hablaba a mi hijo todos los sábados y domingos, y jugaba con él, con Silvestre. Al principio les era difícil saludarse, por eso empezaron a jugar. La verdad es que le agradezco mucho que de pronto se haya vuelto necesario para mi hijo, a pesar de la distancia. Me gusta mucho que haya provocado esa relación.

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Te comportas sincero en Literatura infantil. Le haces poemas a tu hijo (aunque los llamas poemas falsos que se vuelven verdaderos). Te muestras vulnerable, cursi.

Eso tiene que ver con lo heterosexual. La cursilería está asociada con ciertos límites que pone la literatura misma y que a menudo son discutibles. Son espacios que parecieran objetivos pero no lo son. No está claro cuáles son los límites, pero todo mundo finge conocerlos. Al final es pura represión, convenciones, cosas que en teoría no hay que decir. En el cine y las series nos acostumbraron a creer que la gente no se despide cuando habla por teléfono, y también ahí se cree que en la intimidad las personas están siempre en silencio, que nunca hablan solas. No es cierto eso, supongo. La gente se despide cuando habla por teléfono, y platica con las plantas. Pero verlo representado en la pantalla puede ser medio insoportable.

Como esa escena de la película Chungking express donde el protagonista habla con un Garfield de peluche inmenso. En realidad la función de los peluches en la adultez no es tan distinta de la que tienen durante la infancia; uno sigue hablando con ellos, aunque parezca de mal gusto. Son límites impuestos desde un punto de vista masculino heterosexual, y no son los mismos límites que posee la literatura gay. Por ahí va la discusión. A los chilenos nos liberó mucho la literatura gay, como la de Pedro Lemebel, por ejemplo.

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Te cito: La paternidad ha sido para mí una verdadera fiesta.

Es difícil representar la felicidad. Ésta coexiste con su sombra. Tu tienes a tu hijo en brazos y estás embobado, pero también estás pensando que no se te caiga porque es muy frágil y te necesita. Lo miras y dices, ¿cómo es posible que esto tan pequeño esté vivo? Y pensar que de pronto no estuviera es capaz de arruinarte la vida. No sé. Por supuesto que al momento de escribir no me pregunto por ningún límite. Nunca lo he hecho, no me interesa.

Ya que estamos hablando para un espacio musical podría decir que es como no probar un sonido cuando estás grabando una canción. Sería como decir: ¿sabes qué?, otra guitarra ya no la voy a probar. Y no, por supuesto que pones otra guitarra, porque se trata de probar y ya luego ver si funciona. El problema es que ya nadie tiene tiempo, vivimos buscando maneras de acortar caminos. En un taller literario es muy probable que te pregunten: a ver, ¿debo escribir en primera o en tercera persona? Y la respuesta es terriblemente decepcionante: escríbelo de las dos maneras. Otra cuestión: es que no sé si lo que voy a escribir va a ofender a mi mamá. Bueno, escríbelo, no hay otra manera de empezar a averiguar. Porque reprimir no tiene ningún sentido.  

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Si ahora mismo entrara tu padre a esta librería con un libro bien gordo titulado La infancia de Alejandro Zambra, diciendo que él mismo lo escribió, ¿qué pensarías?  

Primero me sorprendería, porque él no es escritor. Me abrumaría…  No, primero sospecharía que se trata de una broma, que todas esas páginas están en blanco, o en lenguaje informático, con puros ceros y unos. Aunque si al abrirlo descubriera que está escrito en una lengua que ignoro me aliviaría; es decir, saber que estoy incapacitado para leerlo; pero luego intentaría aprender esa lengua.

Yo he pensado mucho en eso. Porque mi generación cuenta con un registro muy ligero de su propia infancia: álbumes de fotos. Desearíamos tener más elementos pero, ¿qué hacen las nuevas generaciones con tanta información? El registro literario tiene una dimensión completamente distinta a la que ofrece el registro audiovisual, y en ese sentido el primero es más subjetivo, pues es más emocional, apunta a otros lugares, lugares que me interesa prestigiar. No me acompleja el conocimiento que se deriva de la literatura. Digamos que ese complejo literario es… mh… Estoy cambiando de tema porque tengo la música en la cabeza… Me han dicho que la paternidad no se ha registrado tanto en la literatura, pero en la música sí.

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Hay un ejemplo clásico en la cultura pop. “Beautiful boy”, de John Lennon.

¡No, es que con Silvestre, al año y medio!… Yo me cansé de la música infantilizada, que no de la música infantil, porque me gustan 31 minutos, María Elena Walsh, los Hermanos Rincón. Esa es música infantil que me gusta; lo que no me atrae es minimizar. Bueno. Entonces empecé con Silvestre, a ponerle a los Beatles directamente, y obtuve resultados inmediatos, impresionantes. Con decirte que cuando salió Get back (claro, no vimos las nueve horas consecutivamente, pero sí los últimos 45 minutos) Silvestre a esas alturas tenía tres años de edad, y cuando John Lennon se equivoca en “Don´t let me down”, cuando se le olvida la letra, bueno, ¡Silvestre lo notó! Y dijo, ¡se equivocó! Claro, habíamos leído muchas veces un cómic de los Beatles. Hay instantes en las infancias de John y Paul McCartney que son terribles, y yo me saltaba esas partes en el cómic; a Silvestre le gustaban otros momentos, como los iniciales de la banda. En un punto jugábamos él y yo a despedir a Pete Best para así contratar a Ringo Starr. El juego consistía en decir: bueno, Pete, debo decirte algo…

… Jugaban a ser George Martin.

Sí, eso. Y había que llamar a Ringo para decirle: bueno, ¿recuerdas que estuvimos juntos en Hamburgo, te gustaría integrarte a los Beatles? Luego Silvestre me decía: sabes qué, hoy es cumpleaños de Ringo, ¿y quién crees que va a venir a su fiesta? ¡Pete! El mismo Ringo lo invitó. Había toda una trama. Luego, cuando Pete llegaba a tocar el timbre, Ringo abría la puerta y ambos se abrazaban. Silvestre fue muy beatlemaniaco. Hubo una época donde incluso tuvo una vida paralela en Londres. Cuando lo veía en la mañana y le preguntaba cómo había dormido me decía que no tan bien porque había tenido que viajar a Londres para ensayar. Él ya era parte de los Beatles. De pronto llegaba Mauricio Durán (Los Bunkers) a la casa y tocaba, qué sé yo, “All my loving”, y lo hacía exactamente igual que los Beatles. Silvestre se quedaba deslumbrado. Descubrió que de todos los amigos de su padre éste es quien peor toca la guitarra. Ahí lo negativo de todo este proceso.

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Leí hace poco una sentencia de Sting: “me convertí en padre por accidente seis veces. Así de inteligente soy”.

Es una declaración de rockero, más bien. En el caso mío fue una decisión completamente consciente y tardía. Hay un pequeño sector del mundo, en cada pueblo o ciudad, al que tú y yo tal vez pertenezcamos, donde estos temas se discuten, el de ser padre, el de ser madre. Ahí se habla de una situación que puede ser opcional, y solemos cometer el error de creer que así es en todo el mundo pero después nos damos cuenta de que no. En ese pequeñísimo sector es natural que algunos te pregunten por qué decidiste ser padre, y se habla de esto como si fuera una decisión excéntrica. Algo que debería cambiar.

O sea, crecimos con la idea de que teníamos que parecer muy profesionales, incluso en casa. Hablo de ese hombre que no llora, que lo tiene todo decidido, con los caminos trazados, y que le exige al hijo cosas muy concretas porque entiende al mundo de una forma bien definida. Pero a ese personaje lo hemos visto cambiar con los años, hemos visto cómo nuestros padres se van volviendo otros, quizá menos o más de lo que querríamos. Ahora encontramos a gente que muestra dudas, fragilidad, infelicidad, frustración. Generaciones enteras han visto a sus padres llorar así como han notado que sus abuelos no llegaron a la tercera edad en situación de jubilación, sino que siguieron trabajando, arrastrando un cansancio, un hartazgo. De pronto hay nietos que ven a sus abuelos infelices, y justo eso llama a la rebeldía.

Hay una sensación de comunidad que ahora nos hace pensar que eso que entendemos como lucha generacional es más complejo de lo que parecía. Porque si esto fuera de padre versus hijo, bueno, pues ahora resulta que los hijos están defendiendo a sus padres. Los nietos entienden que sus abuelos fueron víctimas de un sistema que debe cambiar, y es la historia la que les sirve como advertencia.

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En el libro cuentas que, como padre, te miras viviendo los cansados pero felices días. Una gran frase.  

Me gusta. Los cansados pero felices días. Salió así, la frase, creo en ella. Nació de la escritura misma. No está plasmando una idea, sino caminando. Es bien impresionante cómo de pronto aparece la felicidad sin mácula, y es algo que nos tenemos que permitir. Hay un registro del placer que nos debemos, porque nos estamos castigando todo el tiempo, castigando el gozo. La literatura se ha castigado mucho a sí misma, se ha sobrepedagogizado. Es necesario reformular la forma en la que la literatura se enseña. Por ejemplo, existe esta separación tajante entre lectura y escritura, la idea de que si tú quieres leer debes estudiar Letras, pero si lo que buscas es escribir pues deberías ir al taller literario de la esquina. Aparentemente esas opciones no tienen punto de contacto, aunque uno sabe que sí.

O, no sé. ¿Cómo se aleja la música de la literatura? La música es la forma perfecta de conocimiento, yo creo. Nadie nunca te la tiene que explicar, siempre ha estado ahí, desde niños, para todos, y todos fuimos profundizando en ella sin jamás necesitar la palabra análisis; en realidad hemos analizado siempre a la música sin saber que lo hacíamos. Así creamos el sentido del gusto, la capacidad crítica. En ese sentido, la música funciona muy parecido a como lo hace la poesía. Pero claro, cuando te enseñan poesía te ponen un poema enfrente y te piden analizarlo, no te proporcionan una experiencia poética. O sea, no te acercan cincuenta poemas para que tu decidas si leerás uno de ellos más de una vez o no, cuando así ocurriría con la música. Además, ni siquiera se toma en cuenta el gusto; de antemano se impone cierta relevancia. Algo pasó ahí que fue pudriendo todo, y ocurrió cuando se fue divorciando la literatura del gusto.

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Yo pienso en mi generación y en la siguiente, en que no llegamos a la literatura por un camino recto, no crecimos en casas llenas de libros; más bien para nosotros fue como un fanatismo, como cuando te empieza gustar una banda medio desconocida y ya no sales de ahí, porque empiezas a hurgar en sus discos y a juntarte con gente a la que también le gusta esa banda. Así fue mi experiencia literaria, por medio del fanatismo. A muchos la literatura nos vinculó con nuestras propias búsquedas, nos recibió y nos dejó sentarnos en su mesa para decir: mira, éste tiene quince años de edad, a ver, que se siente a leernos un poema. Es así como se va construyendo una comunidad. Quiero decir, lo nuestro jamás fue gracias a una experiencia asociada con los espacios donde la literatura se enseñaba, aunque después, claro, uno se fue interesando. Eso también es importante reformularlo. Yo creo en el poderío de la literatura.

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Y de qué forma ha ido cambiando tu relación con ella, la literatura, a la hora de escribir. Hablas en Literatura infantil de que, al usar tu teléfono celular, a veces te es más fácil pulsar enter que lidiar con los signos de puntuación.

Mi relación con el teléfono es de amor/odio. Siempre he escrito con lo que tengo alrededor, ya sea pantalla o papel. También me crié en la bibliofilia, pero sin que el libro se erigiera como un soporte exclusivo. En su momento fue importante Internet, por ejemplo. Recuerdo la primera vez que me conecté, en 1998. Lo primero que hice fue buscar american, poetry, society. Nunca le he tenido asco a ningún formato y me interesa mucho lo oral. Pero claro, trato de mantener a mi hijo lejos del teléfono.

Lo que hace poco hice fue comprarme una grabadora de periodista, una grabadora digital vieja, con tres botones, que hace diez años era la quintaescencia, lo que todo periodista quería tener. Y la he pasado muy bien porque es toda la tecnología que necesito por ahora. Siempre que mi hijo y yo tomamos un taxi entrevistamos al conductor con ese aparato. Primero le pedimos permiso al chofer de grabar (dos veces nos han dicho que no, y ha sido bien frustrante) y luego le preguntamos cuántas horas conduce al día y cuánto le dedica a escuchar música o noticias, sabiendo si él elige lo que oye o la radio lo decide. De pronto a Silvestre se le olvidan las preguntas, pero yo le soplo, soy como su productor. También preguntamos si los conductores conocen a Los Bunkers y a Mon Laferte. Y ante una respuesta afirmativa siempre decimos que nosotros también somos chilenos.

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Alejandro González Castillo

Alejandro González Castillo

Periodista, y escritor también (porque parece que no es lo mismo). Cruza párrafos con compases. Le gustan las olas, leer y chelear chachareando; además de escuchar discos dejando salir el humo por los ojos.

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