Conciertos

Akamba 2023: Ardientes remolinos de beats

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Ambulante 2024

Tomo un vuelo de CDMX a Guadalajara. Sábado, bien temprano. Despego con la cabeza rajada. Una cruda salvaje me hiere el lado izquierdo de la sesera. Intento dormir en el avión; ni quepo en el asiento. Aterrizo con la boca seca, un poco desorientado, y me dirijo al hotel a dejar mi cosas. Desayuno primero, con prisa, y luego corro hacia la estación donde tomaré un tren que me llevará a Tequila, donde tendrá lugar Akamba.

Me gustan los trenes, y el que me espera luce fascinante. El andén es ideal para imaginar varias postales románticas y quienes están por subir a los vagones lo ven así también; se toman mil fotos antes de treparse. Finos interiores hallo después, asientos mullidos, paredes de madera, lámparas de luz amable. Encuentro un lugar para echarme justo al lado del DJ. Sí, hay un DJ en mi vagón. Y los boooooms hondos de los bajos que se propagan mientras el tren camina me calan hasta la médula, acentúan mi cruda. Me aprieto las sienes.

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Un mesero me salva la vida al acercarme un vasito con zanahorias, pepinos y jícamas. Me alivian las mordidas frescas. Alrededor, los viajeros ya se van saboreando lo que se avecina, ansiosos comparten recuerdos de ediciones previas. Son clientes del fest, se nota que es su cita ineludible. Y así nos vamos, en nuestra burbuja. El convoy abandona Guadalajara cruzando cinturones de miseria, dejando atrás a indigentes que hurgan en los tiraderos que las vías rebanan. Los conductores de los autos que lento circulan observan el paso del fino tren negro que me aloja, se admiran al verlo. Me siento bien cuando llega otro mesero, esta vez con un trago. Bebo.

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Comienzo a estabilizarme porque ni bien me he terminado ese primer chupe cuando ya está llegando a mis manos uno más. Se derrama el tequila, obviamente. Va y viene en diversas modalidades, acompañado de líquidos de varios colores en envases de múltiples formas. Es generoso el flujo alcohólico. A la tercera ronda me levanto para pasearme por los vagones; el siguiente cuenta con otro DJ e incluso tiene una barra. Una barra elegante y bien dotada. A sus lados la gente baila, ríe. La música es, para mi gusto, y esto se sostendrá a lo largo de todo el día, lo de menos; porque el gradaje ambiental se eleva a pulso agreste. Además ya rolan tortas ahogadas, quesadillas, tostadas. Y sigue lo mismo: harto tequila escapando de los grifos.

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Luego de unas dos horas bajo del tren con un clásico entre manos: escuer con tequila y hielo, en vasito de hule transparente. Afuera, la suela de mis tenis se ablanda, la tierra arde. En donde estamos hay microbuses con forma de barril que van a quién sabe dónde, cargando con pasajeros de todas las edades. La gente que emerge del tren sube a ese transporte ya mareada. Yo tomo una camioneta que me lleva por un camino informe, cruzando infinitos plantíos de agave. Estaremos a más de treinta grados, sin duda. Tras un rato llegamos al fin a Akamba. Y aquello es como aterrizar en la superficie de Mercurio. El sol no afloja, hiere puntilloso. No hay sombra a la vista.

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Vienen a mi cabeza imágenes del Burning Man. Algo así es lo que encuentro. Porque estamos en medio de la nada, bajo un cielo azul sin rastro de nubes. Por su lado, dos escenarios de perfil piramidal van dándole la bienvenida a los actos de la tarde. Algunos atrevidos se paran frente a las bocinas, bajo el sol pelón. Y bailan. Se inaugura así la danza de los cuerpos; no va a detenerse hasta bien entrada la madrugada. Akamba, en su edición 2023, se enfoca en la pista de baile, y la pista arde, emana calor en medio de una suerte de desierto donde apenas sobresalen las puntas de hileras infinitas agaves que van a perderse en ese horizonte que se desdibuja por efectos del calor.

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Puntuales, quienes prodigan el sonido desfilan sin descanso, heredando perillas. Los escenarios están lo suficientemente cerca el uno del otro como para hacer amables los traslados y en el camino se atraviesan hamburguesas, elotes, pizzas y alambres. Filas infames hay que hacer para conseguir un bocado. Hay chupe, claro. Chelas y tequila. Horas luego, cuando el sol por fin comienza a rendirse, hordas de hambrientos danzantes arriban al sitio, entran al espacio con sus celulares por delante, con la selfie como punta de lanza. Luciendo sus mejores garras. Sobresalen la bota vaquera, el short de mezcla recortado a tijeretazos y el sombrero de ala ancha.

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Pasará el tiempo. Por ahí nacerá una fogata, por allá crecerán clanes espontáneamente. Rolará lo que deba rolar; se notará en las pupilas dilatadas con entornos rojizos, en los decires arrastrados y desinhibidos. Y en el baile masivo (lascivo igual), en esa danza adormilada que irá infectando cuerpos beat tras beat. Las polvaredas constantes, esos remolinos desgraciados y preñados de tierra presta para alojarse en los párpados, parecerán un bagatela considerando la altura del viaje de muchos.

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Seré testigo de todo esto hasta las tres de la mañana, cuando me rinda y regrese al hotel para tapar la coladera de la regadera con lodo. Prometeré no repetir la aventura crudo y volveré a paso lento a la CDMX para habitar un domingo blueseado y solitario, torcido en realidad; sobreviviendo apenas, como si ese lujoso tren negro que gozo me regaló me hubiese pasado encima. Domingazo post-Akamba, con una grieta, medio resanada, en la cabeza.

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Alejandro González Castillo

Alejandro González Castillo

Periodista, y escritor también (porque parece que no es lo mismo). Cruza párrafos con compases. Le gustan las olas, leer y chelear chachareando; además de escuchar discos dejando salir el humo por los ojos.

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