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Los Espíritus en el Auditorio BB: Una cueva para la tribu psicotropicalizada

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Ambulante 2024

La música serpentea a su modo, es posible escucharle moviéndose, buscando algo: un sitio en el cual ser plenamente. Como en una montaña, por ejemplo. Ahí, donde habitan Los Espíritus. Entes canos con camisas floreadas que recurren a la electricidad para volver caverna el Auditorio BB y transformar a la audiencia en una tribu que, psicotropicalizada, clama por hacerse una con eso que como el humo flota, a su manera, buscando oídos en la oscuridad.

FOT:: Eduardo Martínez

Arranca la sesión espiritista con Ronco disparando loops con su guitarra filtrada por un flanger. Su voz pareciera o sufrir los estragos de gritar por horas en el desespero o padecer constantes friegas de alcohol también en horario macabro. El hombre habla de un enculamiento mientras el público se repliega en la barra del sitio. Cuando el cantautor desaparece, Los Espíritus toman su turno y se enchufan serenos para luego bufar que quisieran despertar siendo mar. La cueva se concentra entonces, entra en trance a la primera. Ahí va a quedarse, en un estado mental donde ardiente es el agua, donde líquida es la lumbre. Donde se baila alrededor de las flamas.

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Maxi Prietto eleva su vista al techo al cantar. Jamás despega su pie izquierdo del wah que pisotea. Ese pedal es su acelerador, con él atraviesa las curvas que el verbo le impone. Al tiempo, Martín Ferbat pulsa su bajo entre fonqui y cumbiero y Miguel Mactas apoya con riffs y arpegios; el último agitando la mata, mirando de reojo a Pipe Correa en comunión con las percusiones que de pronto se realzan con maraca y pandero. El entramado luce macizo, el público se agarra de éste y danza entrecerrando los ojos, aludiendo a metales precisos, preciosos ellos, permanentes también. Son el fin porque causa fueron. Y luces delgadas, blancas y azules, arropan cuerpos.

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Los más filoso del repertorio firmado por los argentinos se desgrana, acentuando paradas en lo que La montaña aloja. Ahí, donde se aguanta “La mirada” y se escarba hondo con “La fuerza”, llegando hasta la mera raíz entre “Calles rotas”, incinerando pasos. El repertorio va “Directo al hueso” y cala por eso, debido a su carácter “Funeral”. Predomina, claro, ese blues selvático que apela a una melancolía tropicalosa. Y así ocurre porque es ésta, la CDMX, la locación ideal para celebrar un sonido de tal raigambre. El cuadrante que nos ase lo señala. Los caminos que nos dirigen a rituales como éste también. Más tras sabernos chispeando en otoño, abochornados todos pero dándole a la candela patentada por Santana y que homenaje halla en el “Destino”. Nos vemos rogando por pelarnos de las inmediaciones de la estación Chilpancingo. “¡Vamos a la luna!”,  se acuerda entonces, aunque varios llevan rato con las neuronas por allá.

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Al final se propone un movimiento circular donde converjan sangre y, sí, humo. Por ello varios brazos se trenzan y giran al son de “La rueda que mueve al mundo”. Eso es pararse en la cumbre de la montaña. Y son esas las alturas que alcanzan los miembros de la tribu espiritista que Maxi lidera, con la barbilla apuntándole en posición de desafío. Y es también la música serpenteando. Y la vida cruzándonos un jueves de noviembre, con todos besándonos las cicatrices, francamente enamorados del anochecer.

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Alejandro González Castillo

Alejandro González Castillo

Periodista, y escritor también (porque parece que no es lo mismo). Cruza párrafos con compases. Le gustan las olas, leer y chelear chachareando; además de escuchar discos dejando salir el humo por los ojos.

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