Los etnólogos sitúan el nacimiento de la máscara desde el antiguo Egipto, teniendo en los griegos y romanos un uso artístico por medio de representaciones escénicas, pero también lúdico-festivo como parte de las míticas fiestas y bacanales del dios Dionisio (para los griegos), y Baco (para los romanos) de donde proviene dicho nombre del latín.
Ya en la Edad Media y desde la perspectiva cristiana, en las fiestas de Los Asnos y de Los locos, las máscaras representaban a los demonios y daban vida a los personajes del infierno. En el siglo XVI durante el Renacimiento, en las comedias burlescas arlequines y pierrots vociferaban la verdad por medio de máscaras en los carnavales de Venecia, Italia. Paralelamente pueblos de América y África las utilizaron personificando animales, las vincularon con elementos místicos en danzas rituales donde eran “danzadas” para activarlas, y de esa manera invocar a dioses y fenómenos de la naturaleza para la cosecha y otros fines religiosos.
Cada máscara ya sea de tela, cuero, marfil o madera contiene en sí un espíritu, y éste es portador de un mensaje, una consigna colectiva. Una danza o ritual sin máscaras carece de sentido y de perspectiva, porque la máscara es la identidad y la autoconciencia de la tribu. “Las personas son máscaras, las acciones son juegos de enmascarados, los deseos contribuyen al desarrollo normal de la farsa ”decía el poeta Gonzalo Rojas.
Lo más puro del ser humano, nace en las simientes de la noche. Donde los cuerpos desnudos y embriagados de su húmeda tintura, son el cáliz portador de colores en estado puro. Donde los ritos y rituales concatenan, embonan y se dislocan, y nos abren a nuevos mundos. Es en ese bestiario, donde el artista francés Stéphan Nigentz, por medio de imágenes fotográficas nos introduce en su mundo de máscaras salvajes (Masques Sauvages), con un cúmulo de retratos capturados con su cámara digital Canon 5D, en los cuatro continentes a lo largo de los últimos años.
Y en los cuales, desciende a cazar los espectros sonámbulos de la lujuria nocturna en los cabarets de París. El diafragma se abre en la oscuridad, cierra la profundidad de campo, y concentra la atención en los personajes del acto. Sus disparos son espontáneos, el obturador con la agilidad de una liebre acecha a su presa, cada disparo es un arponazo, que despierta la sensualidad mística de la danza en fabulosas bestias, y seres sobrenaturales salidos de la fauna urbana. En esta fábula noctámbula, los asistentes al rito reencarnan una bestia del animalario que a su vez migra en nahual.
Tras estas fotos tomadas en los contextos de los “bajos fondos” de los clubs nocturnos, el Underground, y diferentes comunidades étnicas de México y otras partes del mundo, no solo existe la noción de alteridad, sino también una fuerte carga histórica, antropológica y testimonial con sentido iconográfico. Donde escenas “tarantinescas” y “jodorowskianas” aluden al cine gore, o al aquelarre de las Pinturas negras de Goya, que se abren paso a tétricos clowns, Christos crípticos de cuerpos lacerantes, monjas paganas sin redención, conejos dantescos celebrando la orgía de la vida, ángeles celestiales, seres luminosos y entidades precolombinas. La sensibilidad del lente de Nigentz, intuye lo primitivo del hombre en lo telúrico de la noche, da a luz al esperpento de los cuerpos míticos y sacralizados por la religión, la publicidad y el cine, creando en el espectador un deseo vorágine.
Es por ello que la perspectiva escatológica o sublime de las imágenes parte del ojo del espectador, y es él, quien danza en el ritual de esta dualidad.
