La cantante francesa, Françoise Hardy, tuvo una presencia constante durante cinco décadas. Se mantuvo como el símbolo de una juventud que se desvanecía, incluso cuando parecía terriblemente demacrada, con sus rasgos vaciados por una larga lucha contra la enfermedad. Desde su debut como ídolo Yeyé, ella misma ha sido una crónica del paso del tiempo, del riesgo de vivir y de la permanencia.
Su voz, esquiva, etérea, sonaba a su melancolía, a su apego a la “bilis negra”, uno de los llamados cuatro humores definidos por los médicos del pasado, el cual conducía a la tristeza. “Nada amo tanto como la herida protegida por el muro de sus apariencias”, escribió alguna vez Hardy, quien fue una letrista excepcional.
Descanse en paz esta leyenda que inspiró a tantos artistas desde distintas áreas y quien antes de morir ya era eterna.