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Mi Vive Latino tóxico

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Vive Latino
Ambulante 2024

Todos los años me prometo que no volveré al Vive Latino. Mientras subo lentamente, uno por uno, con la escalofriante sensación de que en cualquier momento vomitaré las entrañas, los peldaños del puente que conecta el Foro Sol con el estacionamiento del Palacio de los Deportes, me lo repito: se acabó. Fue el último.

TXT:: Arturo J. Flores

El día que sigue a un Vive Latino es un infierno. Despierto con el cuerpo hecho polvo. Como si la noche anterior me hubieras sometido a una sesión de castigo en el calabozo de Christian Grey. Dicen que lo bailado nadie te lo quita. Aunque no mencionan que tampoco los calambres que te aguijonean las articulaciones.

Pero mi relación con el Vive Latino es tan antigua como contradictoria. Podría decir que lo amo y lo odio al mismo tiempo. Pero entre más me golpea, siento que lo necesito. Cuando me falta lo extraño. Pero cada vez que juro que no volveré a él, me inunda la nostalgia por los momentos felices que compartimos. Mi Vive Tóxico.

Tengo una hija casi de su edad. Al primero que asistimos, mi exesposa llevaba algo así como tres meses de embarazo. Yo aún no era periodista. Pero mi suegro trabajaba en la delegación Iztacalco y nos metió de contrabando. En algún momento nos rodearon algunos integrantes del cuerpo de seguridad, Lobos se llamaban, para que no le fuera a caer encima.

Estuve también en aquel célebre, por trágico, Vive Latino de 2003 en el que se acabó la comida y los líquidos. Entonces la variedad no era tan amplia. Hoy venden hasta donas y café. Entonces sólo refrescos, cerveza, agua, hamburguesas y papitas. Pero la sobreventa de boletos, el infame calor y la falta de planeación provocaron que cerca de las tres de la tarde la gente deambulara por el Foro Sol en busca de suministros. Aquella estampa parecía un capítulo de Walking dead.

Los que íbamos acreditados tuvimos algunas horas extra de paz. Porque en el área de prensa aún había restos de catering. Pero a un colega y a mí nos tocó ver cómo un escuadrón de policías con macanas escoltó a la gente de staff que transportaba garrafones de agua hacia el backstage. Prevalecía terror de que la gente saqueara las áreas prohibidas como los disturbios sociales de Los Ángeles en los años 80.

Pero decía yo que con el Vive Latino mantego una relación cambiante. Transcurre con facilidad del repudio al agradecimiento. Así fue en 2011. El histórico e irrepetible reencuentro entre la alineación más representativa de Caifanes me hizo vencer mi miedo a las multitudes. Ayudaron bastante los litros de Cosaco (un vomitivo bebedizo con vodka que de milagro no nos coció los riñones y que en la etiqueta exhibía un cínico “¡Es casi un martini!”) que un amigo compró para hacer más llevadera la estancia en el embotellamiento que se armó sobre Río Churubusco.

Me recuerdo llorando de emoción cuando Alfonso André comenzó a marcar el ritmo fúnebre de “Será por eso” y la voz de Saúl apenas resultaba audible porque los ciento y tantos mil reunidos en ese Vive ya cantábamos: “Desde aquel día me trajeron para acá…”. Para donde volteara había gente. Se me iban a quebrar las costillas. No podía respirar y tampoco me importó. No he vuelto a meterme tan adentro.

Dos veces estuve tras bambalinas. La primera en 2010. Cuando aún era manager de Mystica Girls y el grupo se presentó en lo que aún se llamaba Escenario Azul. Aquella odisea quedó registrada en mi novela Provocaré un diluvio.

La segunda fue con Molotov. En ese año la banda fue portada de Playboy para nuestra primera y hasta el momento única edición especial de música. Dos de las Playmates que los acompañaron en la sesión fotográfica, que por cierto se realizó en El Imperial, Carla Ponte y Gi Brittos, fueron invitadas a subir a bailar “Changüich a la chichona” junto a los músicos. Fue la primera vez que contemplé la relojería que tiene lugar detrás de ese esqueleto de ballena que es el escenario principal.

Cada nueva revelación de cartel es un suplicio. Primero no me gusta nada. Después lo estudio con calma y reconozco que hay bastante que ver. Pero al final, estando in situ, termino corriendo de un lado a otro queriendo abarcarlo todo. La resaca post-festival, la sordera (porque irresponsablemente nunca he usado tapones en las orejas) y la garganta hecha pedazos me duran varios días. Aunque haya valido la pena.

Ya no estoy en edad. Le doblo los años al Vive Latino. Pero después de una pandemia en la que por tercera vez en su historia no hubo festival, se me aparece enfrente. A la vuelta de la esquina. Estúpido y sexy Vive Latino. Todos los años me prometo que será el último y heme aquí, trazando mi itinerario para ese fin de semana. Jurándome que ahora sí me despediré de este suplicio para siempre. No creo que lo logre. Pinche Vive Tóxico.

Foto vía Facebook Vive Latino.

Staff

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