El ambiente es una erupción de calor que antecede a todo tipo de emoción afiebrada. Es bajo esta clase de bochorno que los festivales musicales del mundo entero deberían de acontecer: a la luz de un sol que es tierna bofetada en la mejilla.
Vaivén es la suma de múltiples voces, rugidos, esencias y cánticos que, estructurados a partir de cierto ánimo de cohesión antropológica, parecen remitirnos a una suerte de hipotética fraternidad que borra diferencias irreconciliables.
Es en este punto en el que nuestra Latinoamérica profunda converge sin problemas con la occidentalidad más anglosajona. Como si siglos y siglos de diferencias socioculturales se hubieran borrado de un certero plumazo.
Proyectos hispanoparlantes como Camilo VII, LNG/SHT o Elsa y Elmar parecen coincidir sin problemas con fenómenos celosamente europeos como Chvrches. Misma mescolanza que, lejos de producir una sensación de desface, no hace otras más que recordarnos que la felicidad en este mundo es resultado de una constante fusión de potencias titánicas.
La naturaleza es el escenario propicio para que el arte más bello ocurra y proyectos como SG Lewis e Icarus lo dejan en claro al conjurar un aura de rave que se funde de forma homogénea con la puesta de sol.
Las ganas de burlar las vayas de seguridad y extraviarse en el bosque son algo casi irresistible y, de repente, como si un mar de brazos se hubiera materializado de la nada, The Chainsmokers raja el cielo con su pirotecnia sonora y visual. Pareciera como si el firmamento se dilatara, debatiéndose entre la sensualidad de la noche y unas prematuras ansias de amanecer. Las estrellas se mecen al ritmo de un vaivén celeste.
