*En memoria de David Lerma El Guadaña, tomamos un texto aparecido en el libro 200 discos chingones del rocanrol mexicano (EOR / Rhythm & Books, 2022) donde se aborda En pie de guerra, uno de los álbumes mejor acabados por la banda de Tlalnepantla.
Fernando Mendoza, Carlos Godínez, David Lerma (QEPD) y Eduardo Cruz emergieron de las alcantarillas y arrecifes del Estado de México con el único fin de cantarle a los “ermitaños que se la pasan mirando pa´bajo”. Desde niños aprendieron a esquivar la muerte, a exponer “la vida en la carretera con tal de hacer rocanrol”. Y que vayan entendiendo el significado de rocanrol quienes no estén versados en el tema, en la voz del propio Lerma: “Me tocó vivir en la colonia Reforma Urbana y ahí conocí el repudio que nos tenían las autoridades por el simple hecho de haber nacido en una zona marginada. Así entendí que pobreza es sinónimo de delincuencia. En ese tiempo, nuestro refugio estaba en las esquinas. Nos juntábamos afuera de una tienda y ahí llegaba la autoridad a agredir, nada más por fregar”.
Hablando de música, a veces el germen antecede a la forma; es decir, el primero define a la segunda. En ese sentido, la semilla de la historia que aquí se apunta siempre fue infecta, para bien y mal. Es decir, el caso de Banda Bostik merece una valoración en la que considerar el acta de nacimiento de los protagonistas sea más que un pretexto para acumular caracteres. Hay que acotar, por ejemplo, que amotinados en un cuarto rebosante de productos epóxicos de la marca Bostik, el cuarteto de músicos se bautizó a sí mismo al contaminar a su barrio con su agreste temario, cuando eran conocidos en sus rumbos como la banda de la Bostik. Una pandilla liderada por Lerma (desde niño apodado como “El Guadaña”), un sujeto que se educó escuchando a los Dug Dug’s y a Three Souls in my Mind; de los primeros, él mismo ha referido, conoció las posibilidades artísticas de la música; mientras que del segundo bando aprendió cómo defenderse usando el blues como arma.
Encapsulados en un ambiente hostil, donde el alumbrado público y el agua potable significan lujos, esos cuatro jinetes del apocalipsis se coronaron con penachos y, disparando bardos eléctricos sobre ciudades perdidas, debutaron discográficamente con Abran esa puerta (1987), en cuyos surcos labraron su grito de batalla: ¡Dios salve a la bandas, hoy que perdidas están! Tras emular a Johnny Cash y presentarse ante los reos del Reclusorio Barrientos (Capturados, 1989), los de “Exceso de droga” refrendaron su postura (“No damos un paso atrás. Aquí nacimos y aquí nos vamos a morir”) al llamado de En pie de guerra, una decena de canciones con facha hirsuta y alma vagabunda donde la frustración se suda pegado al amplificador, con una caguama enfriando el cogote y el equilibrio dislocado, en parte por la inclinación de la calle sin pavimentar y en cierta medida debido a los efectos del pegamento amarillo.
Así que no hay remanso en el cancionero del apache rojo. Desde “Redada”, la crónica fiel del clásico y siempre inesperado apañón en la esquina; hasta “Más vale solo”, el reproche del que, traicionado y en soledad, se lame las heridas fumando recuerdos. Puro blues de galope urgido. Pura flecha derecha. Proyectiles afilados donde Cruz se suelta la mata para que su plumilla repase el acero, siempre atenta del legado de David Gilmour. En realidad, luego de las historias trazadas por Lerma, es en las manos del guitarrista que recae la personalidad de la banda gracias a sus prolongados solos, diseñados para que los escuchas se den vuelo soltando chamarrazos al aire, en medio de la tolvanera; ya sea lamentando el adiós del carnal que se va de espalda mojada, o pegando la lupa al cuero del ladrón huérfano que intoxicado aprende a discernir entre el bien y el mal.
Acaso por ahí se cuela una perorata de orden religioso (“El hombre y el maestro”), sin embargo, En pie de guerra nada tiene para los blandos. “Con el puño arriba”, por ejemplo, bien podría ser la versión azteca del “Rock and roll” forjado por Led Zeppelin, pues en sus raudas rimas se disecciona el poder curativo del ritmo, ese jarabe milagroso que, sin que importe si el sufriente se encuentra en alguna esquina de la prisión o en medio de un funeral, reactiva músculos y entrañas desde la primera dosis. Rocanrol sin medida porque el rocanrol es la vida, rocanrol en la mente, sentir rocanrol solamente. Así se desgañita Lerma antes de contar que sus mejores amigos son los vicios y que, con franqueza, le ha agarrado gusto a eso de que lo odie la gente; “dicen que soy una lacrita y que nunca yo podré cambiar”, replica el del micrófono (la letra de dicho tema está firmada por El Haragán, habría que subrayar) mientras la armónica de Rubén Varela se le empareja.
En pie de guerra se advierte como una pieza fundamental para comprender los alcances del llamado rock urbano, ese rock ñero y periférico que los “chamaquitos malvavisco de canela dulce”, como el mismo Guadaña los define, desdeñaron en su momento por estar muy ocupados poniéndole atención al emperifollado Rock en tu Idioma. Porque sí, a fines de los años ochenta en Tlalnepantla no hubo copetes encrespados ni zapatos de charol, tampoco firmas con sellos trasnacionales ni cocteles en antros de Insurgentes. Allá la banda era, y sigue siendo, Bostik. Se trata, finalmente, de la tierra de los sin nombre, de los solitarios que se arrastran sobre escombros, de los ermitaños que en el suelo, entre vidrios rotos y mierda de perro, han encontrado el horizonte.
*Foto de portada tomada del perfil de Instagram de Banda Bostik.
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